viernes, 18 de enero de 2013

Puta y Músico



 PUTA Y MÚSICO (Ilustración de Antonio Ortega)

No es la distancia
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Es el deseo no realizado,
la fantasía
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El desequilibrio
el vértigo 
la libertad de la caída libre
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Te invento como a un espejismo/

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Cuatro en Uno




 
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CUATRO EN UNO

 

Una jaula repleta de zombies. Sus escuálidos brazos se asoman por entre los barrotes tratando de alcanzar algo que ni ellos mismos saben qué es. Gimen, como moribundos arrepentidos. Dan asco, no por moribundos, sino por arrepentidos. Nadie, en su sano juicio, liberaría a semejantes esperpentos de la naturaleza. Su carne en rebosante putrefacción incita a confiar en ellos como confiaría mis ahorros a un banquero o mis pecados a un cura.  Estoy enfrente de ellos con una llave en la mano. La instrucción es mantenerlos hacinados el resto de su refrito de existencia. Soy buena para esas consignas que significan simplemente no hacer algo. Guardo la llave en mi escondite ultra secreto, es decir, en mi entrepierna, que no es tan ultra ni tan secreta como me gustaría que fuera.
Al darles la espalda escucho una voz diáfana pero viva que dice algo ininteligible. Regreso, me asomo y veo que en medio de todos ellos hay una mujer que quién sabe cómo demonios está casi ilesa y los malditos zombies no parecen tener problemas con su presencia.
Alcanzo a ver que la mujer tiene un rostro tierno y amoroso, usa trenzas y está vestida de una forma un tanto extraña que no logro comprender; a su lado hay más personas, al parecer un hombre bastante atractivo y muy seguro de sí mismo que bebe un vaso de whisky. A su lado, otra mujer de cabellos largos y lentes de pasta conversa con una chica de minifalda y maquillaje obsceno. Me acerco subrepticiamente y alcanzo a escuchar que la chica le dice a la mujer de lentes: “¿Disoluta? No, yo soy puta y punto, sin mamadas intelectuales”.  Un zombie se inquieta con mi presencia y tira el whisky del hombre atractivo, quien en un arranque de ira patea al muerto viviente y le saca unas cuantas tripas. “¡Vaya que eres visceral”, espeta la intelectual, y después de unos segundos los cuatro se ríen a carcajadas. La escena parece sacada de la pluma más grotesca de Ionesco, y aunque no entiendo la situación en su totalidad me da tanta risa que no logro contenerla por un largo rato. De repente noto, por el cambio de ambiente auditivo, que yo soy la única riéndose. Abro los ojos; los zombies dejan de gemir, hasta de moverse,  y los cuatro extraños personajes me miran displicentes.
¿Quién putas eres?, dice la puta. Me quedo callada, todos me miran como un bicho raro, incluso me intimida el escrutinio de los huecos donde se suponen que van los ojos de algunos zombies. Comienzo a temblar por dentro. Titubeo
“Yo... yo... pues...”.
“Sabías que la Inquisición no toleraba a los acusados que vacilaban en sus respuestas. Sí, les estiraban las extremidades hasta arrancárselas”, comenta con tono pretencioso la intelectual. 


Me dan ganas de ir al baño, pero recuerdo que no he tomado líquidos en más de cuatro horas.  No logro articular palabras coherentes y me siento como en los sueños en los que corro y corro y no avanzo ni un milímetro. El hombre atractivo me mira de arriba a abajo. Su mirada es penetrante e intensa. Sonríe con un dejo de flirteo, mi cara se pone roja, no aguanto más y mojo mis pantalones. Todos se burlan, por supuesto, e incluso veo los dientes rancios de los zombies gimoteando con sarna.. o sorna.. o quizá ambos . Me siento como en esos sueños en que estoy meando la cama mientras meo la cama.
La mujer empuja a un par de zombies con amorosa violencia mientras les pide disculpas. Se acerca a los barrotes, me cautiva su mirada comprensiva, al puro estilo maternal. Me acerco a ella; casi casi a punto de abrazarla me grita: “Eres una imbécil, no podés orinarte enfrente de cuatro extraños y una horda de muertos que gimen, boluda”.
La tipa argentina me empuja con su distintiva amorosa violencia, la llave se me clava en mi escondite no ultra ni secreto y me lastima el coño con cierto placer. Meto la mano y la saco, húmeda y caliente. Los cuatro personajes miran la llave anonadados. “¡Eres tú¡” De inmediato se ponen de rodillas y rezan de una manera bastante chusca. “Disculpa nuestras ofensas, señora de señoras, reina de reinas”. Los zombies se contonean simpáticamente, como perritos falderos a quien se les va abrir por fin la puerta para cagar en la calle. “Las profecías eran ciertas”, anuncia el hombre atractivo mientras se levanta y se acerca a mí. “¿Quieres que te lama los pies?” “Claro que no”, contesto de inmediato, aunque después de pensarlo bien no sonaba tan mala idea. 
“Entonces abre la puerta y déjanos salir, hemos estado esperando este días desde que nacimos, sé compasiva, alteza de altezas, eminencia de... ”.
“Creo que ya entendió el mensaje”, interrumpe la intelectual,
“Abrí y comprenderás todo”, dice la argentina.
Dudo, pero por alguna razón todo lo que está sucediendo no me parece extravagante ni irreal.
“Vamos, que me muero de ganas de que sepas quiénes somos y por qué estamos aquí”, dice alguno de los cuatro.
¿Quiénes son?, les pregunto. “Somos...” La intelectual le da un codazo a la prostituta que está a punto de soltar la sopa.
“Lo sabrás cuando nos abras” resuena hitchcockiana la voz del hombre.
Así que me acerco a la cerradura, ya vieja y oxidada. Meto la llave. Cuando estoy a punto de darle vuelta me entra pánico por los huesos. Al ver a los zombies pienso que me comerían viva en ese preciso instante. “Además, la gente se enojaría conmigo si los dejo libres por la ciudad”. Mi pensamiento se convierte en un espiral en el que me voy hundiendo de manera vertiginosa. Los cuatro extraños me gritan que lo haga de una vez por todas, pero el miedo me paraliza y salgo corriendo.
La luz del día me ciega. El exterior parece estar en su predecible normalidad. Gente camina, coches avanzan, nubes en el cielo, ambulancias cantadoras. Mis pantalones mojados, la llave en mi entrepierna. 
Me reflejo en un vidrio. Estoy disforme, como siempre. Sé que tengo que tomar una decisión. Tengo que volver... tengo que tomar la llave y volver. Quiero volver y liberar a esas personas. “¿Y los monstruos?” Son inofensivos, me contesto. “¿Y si no? ¿Y si al dejarlos libres provoco atrocidades de las que puedo arrepentirme” Eso no va a suceder, me vuelvo a contestar. No me gusta el arrepentimiento, lo detesto. Reflexiono. Los cuatro extraños están bien ahí, si no les ha pasado nada en 30 años, podrían permanecer otros 30 más... “pero me caen bien, podríamos ser buenos amigos”... “Y  si creamos una hecatombe en la ciudad, los culparé a ellos”.
Sonrío triunfante. Argumenté, me he convencido y he ganado el debate. Vuelvo a sacar la llave de mi escondite, tardándome un poco para sentir ese doloroso placer y entro a la bodega donde está la jaula.
Los zombies salen primero. Brincan felices y desorientados. La gente no nota la diferencia. Mis cuatro extraños y yo fuimos a un hotel a tener intensas sesión orgiásticas, hasta que dejamos de ser extraños.

Epílogo

No hubo ni holocausto ni ataques a la población, lo único que sucedió fue que me hice íntima de esos cuatro individuos que resultaron ser todo aquello que soy y no sabía que era, hasta que los liberé. Y los zombies... bueno, esos simpáticos remedos de humanos me ayudaron a aterrorizar a mis padres en las navidades y reuniones familiares. Todos fuimos felices para siempre.